Este es el primer capítulo. En breve tendremos la imagen de la cubierta.
EL CASTILLO DE BROMOTUL
GUILLEMOT se apresuraba por el sendero que recorrían varias veces al día los briosos corceles de los Caballeros del Viento. Era principios de otoño, y los brezos de la Landa de los Korrigans se engalanaban ya con tonalidades melancólicas. El invierno se anunciaba duro…
Guillemot se dirigía a grandes zancadas hacia el castillo de Bromotul, la fortaleza-escuela de la Orden. No tenía prisa porque temiera las malas pasadas de los Korrigans, que de todos modos no se acercaban jamás al sendero, sino porque llevaba una noticia extraordinaria. ¡Y estaba impaciente por compartirla con Romaric!
Estaba tan absorto en sus pensamientos, que hasta el último momento no se dio cuenta de que dos caballeros de armadura turquesa bajaban a galope tendido justo detrás de él. Se tiró a la margen del sendero y evitó por un pelo ser aplastado por las pesadas pezuñas de los destreros. Los Caballeros del Viento ahogaron un juramento y detuvieron inmediatamente sus monturas en medio de una nube de polvo.
–¡Eh, pequeño! ¿Va todo bien?
–Sí, estoy bien… señores Caballeros –respondió Guillemot, avergonzado, desprendiéndose del matorral que había amortiguado su caída.
Los corceles piafaban, sujetos, por fortuna, con puño firme por los Caballeros. Guillemot se echó hacia atrás el mechón de pelo castaño que le caía sobre la frente y recorrió cojeando ligeramente los pocos metros que lo separaban de los jinetes. Alzó sus luminosos ojos verdes hacia ellos.
–Ha sido culpa mía –se excusó, esforzándose por sonreír–. Estaba en las nubes, ¡no les he oído llegar!
–Lo principal es que estés ileso –farfulló uno de los Caballeros.
–¡Apuesto a que te diriges a Bromotul y que te han elegido para ser Escudero! –dijo el otro Caballero, que era tan rubio y espigado como su compañero moreno y fornido.
–Eh… pues no –dijo Guillemot, ruborizándose. Acababa de acordarse de que, hacía seis meses, su deseo más loco y más ansiado había sido pertenecer a la Orden de los Caballeros del Viento.
–¡A ver, Ambor! –dijo el Caballero que había hablado en primer lugar–. ¿Pero no ves que este chico lleva el zurrón de los Aprendices de Mago?
–¡Ah sí, es verdad! –reconoció Ambor–. Pues entonces, Bertolen…
Bertolen y Ambor intercambiaron una mirada y luego observaron a Guillemot con curiosidad.
–Dinos, hijo, ¿por casualidad no serás Guillemot de Troïl? ¿El que marchó al Mundo Incierto y combatió con las huestes de la Sombra?
Guillemot dudó, y luego asintió. ¡Todavía no se había acostumbrado a la fama que acompañaba a su nombre desde la aventura del verano pasado! Los Caballeros estaban exultantes.
–¡Es un gran honor para nosotros conocerte, Guillemot! –exclamó Bertolen.
–No, no, soy yo quien se siente honrado de conoceros a vos –balbució Guillemot, abrumado por tanto entusiasmo y admiración.
–¿Y qué te trae a la landa, Guillemot? –interrogó Ambor.
–¡Mi primo! Es Escudero en Bromotul y hoy es el día de visitas…
–Es cierto –confirmó Bertolen–. Sin embargo, el sol ya está alto en el cielo y te quedan dos horas largas de camino: no podrás pasar mucho tiempo con tu primo.
–Ya lo sé… –suspiró Guillemot–. Pero tenía un control de mates esta mañana, y no podía saltarme las clases… Y desde Dashtikazar no he encontrado más que un carro que sólo me ha hecho adelantar unas pocas leguas.
–Sabemos lo que es eso –comentó Bertolen guiñándole un ojo a Ambor–. Las matemáticas son importantes, ¡claro! Pero no hasta el punto de que te pierdas el día de visitas en Bromotul. ¡Anda, sube!
Guillemot necesitó varios segundos para comprender que los Caballeros le proponían llevarlo con ellos. Pero no se hizo de rogar y, con una sonrisa de oreja a oreja, saltó detrás de Bertolen.
–¡Genial! –exclamó.
–Sobre todo, agárrate bien –le advirtió el Caballero–. ¡No me gustaría que volvieras a revolcarte por los matorrales!
–¡A mí tampoco! –asintió Guillemot.
Ambor y Bertolen estallaron en carcajadas y soltaron las riendas de los caballos, que salieron a galope tendido. Guillemot se agarró al cinturón que sujetaba la espada de Bertolen y se dejó embriagar por la sensación de velocidad. Poco después, distinguía la silueta maciza del castillo de Bromotul.
Guillemot se dirigía a grandes zancadas hacia el castillo de Bromotul, la fortaleza-escuela de la Orden. No tenía prisa porque temiera las malas pasadas de los Korrigans, que de todos modos no se acercaban jamás al sendero, sino porque llevaba una noticia extraordinaria. ¡Y estaba impaciente por compartirla con Romaric!
Estaba tan absorto en sus pensamientos, que hasta el último momento no se dio cuenta de que dos caballeros de armadura turquesa bajaban a galope tendido justo detrás de él. Se tiró a la margen del sendero y evitó por un pelo ser aplastado por las pesadas pezuñas de los destreros. Los Caballeros del Viento ahogaron un juramento y detuvieron inmediatamente sus monturas en medio de una nube de polvo.
–¡Eh, pequeño! ¿Va todo bien?
–Sí, estoy bien… señores Caballeros –respondió Guillemot, avergonzado, desprendiéndose del matorral que había amortiguado su caída.
Los corceles piafaban, sujetos, por fortuna, con puño firme por los Caballeros. Guillemot se echó hacia atrás el mechón de pelo castaño que le caía sobre la frente y recorrió cojeando ligeramente los pocos metros que lo separaban de los jinetes. Alzó sus luminosos ojos verdes hacia ellos.
–Ha sido culpa mía –se excusó, esforzándose por sonreír–. Estaba en las nubes, ¡no les he oído llegar!
–Lo principal es que estés ileso –farfulló uno de los Caballeros.
–¡Apuesto a que te diriges a Bromotul y que te han elegido para ser Escudero! –dijo el otro Caballero, que era tan rubio y espigado como su compañero moreno y fornido.
–Eh… pues no –dijo Guillemot, ruborizándose. Acababa de acordarse de que, hacía seis meses, su deseo más loco y más ansiado había sido pertenecer a la Orden de los Caballeros del Viento.
–¡A ver, Ambor! –dijo el Caballero que había hablado en primer lugar–. ¿Pero no ves que este chico lleva el zurrón de los Aprendices de Mago?
–¡Ah sí, es verdad! –reconoció Ambor–. Pues entonces, Bertolen…
Bertolen y Ambor intercambiaron una mirada y luego observaron a Guillemot con curiosidad.
–Dinos, hijo, ¿por casualidad no serás Guillemot de Troïl? ¿El que marchó al Mundo Incierto y combatió con las huestes de la Sombra?
Guillemot dudó, y luego asintió. ¡Todavía no se había acostumbrado a la fama que acompañaba a su nombre desde la aventura del verano pasado! Los Caballeros estaban exultantes.
–¡Es un gran honor para nosotros conocerte, Guillemot! –exclamó Bertolen.
–No, no, soy yo quien se siente honrado de conoceros a vos –balbució Guillemot, abrumado por tanto entusiasmo y admiración.
–¿Y qué te trae a la landa, Guillemot? –interrogó Ambor.
–¡Mi primo! Es Escudero en Bromotul y hoy es el día de visitas…
–Es cierto –confirmó Bertolen–. Sin embargo, el sol ya está alto en el cielo y te quedan dos horas largas de camino: no podrás pasar mucho tiempo con tu primo.
–Ya lo sé… –suspiró Guillemot–. Pero tenía un control de mates esta mañana, y no podía saltarme las clases… Y desde Dashtikazar no he encontrado más que un carro que sólo me ha hecho adelantar unas pocas leguas.
–Sabemos lo que es eso –comentó Bertolen guiñándole un ojo a Ambor–. Las matemáticas son importantes, ¡claro! Pero no hasta el punto de que te pierdas el día de visitas en Bromotul. ¡Anda, sube!
Guillemot necesitó varios segundos para comprender que los Caballeros le proponían llevarlo con ellos. Pero no se hizo de rogar y, con una sonrisa de oreja a oreja, saltó detrás de Bertolen.
–¡Genial! –exclamó.
–Sobre todo, agárrate bien –le advirtió el Caballero–. ¡No me gustaría que volvieras a revolcarte por los matorrales!
–¡A mí tampoco! –asintió Guillemot.
Ambor y Bertolen estallaron en carcajadas y soltaron las riendas de los caballos, que salieron a galope tendido. Guillemot se agarró al cinturón que sujetaba la espada de Bertolen y se dejó embriagar por la sensación de velocidad. Poco después, distinguía la silueta maciza del castillo de Bromotul.
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